Dorayaki, de Durian Sukegawa, es una novela que, al igual que el postre japonés que le da título, puede disfrutarse de dos maneras: devorándola de un bocado o saboreando en cada mordisco.
La obra abre horizontes a partir de los detalles más pequeños: el arte de preparar pasta de judías azuki, el susurro de un cerezo mecido por el viento o el encuentro entre tres almas solitarias que, página tras página, se transforman mutuamente.
Sentaro, un joven solitario, pasa sus días trabajando en una pequeña tienda de dorayakis con un majestuoso cerezo al frente. Su rutina se ve alterada una tarde cuando Tokue, una anciana excéntrica y persistente, se postula para una vacante en la tienda. Aunque Sentaro intenta explicarle que el trabajo es agotador, Tokue insiste, incluso ofreciéndose a trabajar por menor paga. Sin embargo, las manos deformadas de la anciana despiertan dudas en Sentaro, quien no las considera adecuadas para la imagen del negocio.
Los días pasan, y la perseverancia de Tokue la lleva a regalarle a Sentaro un poco de su relleno de an. Es en este momento cuando la historia da un giro: Sentaro, como si fuera Anton Ego, el crítico culinario parisino de Ratatouille, prueba la pasta y siente cómo el sabor lo envuelve. Sus ojos se abren, suspira y reconoce la perfección en esa pequeña muestra de dulzura. En ese bocado, Sentaro, descubre y se convence de reemplazar la pasta industrial de sus dorayakis por la que hace Tokue. De esta manera, la tienda daría un giro, él salvaría su deuda y pronto dejaría de pasar horas frente a la fuente de hierro en la cocina.
Ella comienza a enseñarle la manera precisa de preparar esa pasta y, de a poco, el vínculo entre ellos se convierte en una inesperada y entrañable amistad. A la novela se suma Wakana, una estudiante adolescente que al salir de clases pasa sus tardes en la tienda y nos lleva a descubrir una mancha en la historia de Japón, a través de estas tres miradas generacionales.
“Una cosa que puedo hacer en Tama Zenshoen es sentir el aroma del viento y escuchar el murmullo de los árboles. Presto atención al lenguaje de las cosas que existen en el mundo pero que no pueden usar palabras. A eso lo llamo “Escuchar” y lo he estado haciendo durante los últimos sesenta años. Creo que todas las cosas de este mundo tienen su lenguaje propio. Todo: las personas que transitan por el centro comercial, los seres vivos, las casas, incluso todo lo relacionado con la luz del sol y el viento. Creo que no hay nada que nuestros oídos no sean capaces de escuchar”.
Durian Sukegawa demuestra el sentido de la narración, fiel a la idea del filósofo Byung Chul Han, aquella capaz de transformar el mundo y descubrir nuevas dimensiones o emociones. El modo de sentir de una época, invitándonos a redescubrir la belleza en los pequeños detalles de la vida cotidiana.
Al terminar el libro, uno desea recibir un esponjoso dorayaki, y saborearlo lentamente, hasta que solo quede el aroma en el paladar.