Si al leer Los suicidas del fin del mundo de Leila Guerriero había sentido cierta atracción por los pueblos de la Patagonia, dejándome llevar por la atrapante crónica de su paso por un pueblo donde se suicidaron más de diez jóvenes, ahora, con La cabalgata de las valkirias de Pablo De Santis, confirmo mi entusiasmo por los pueblos perdidos, llenos de historias y sucesos escalofriantes. 

Conrado Nebra, marcado por su oficio y la figura de su padre, es el policía y narrador enviado a Bosque Blanco –un pueblo ficticio, al borde de la muerte– cubierto por lluvia de cenizas desde la última erupción de un volcán. 

Un hotel abandonado, una comisaría con tres policías, una biblioteca con cuadros significativos, una farmacia y un médico clínico que cumple funciones de forense, son los protagonistas y escenarios de este clásico policial, cargado de símbolos, que no falla, por su eficacia en argumentos, tensiones y diálogos.

Aquí, la trama es sencilla: el cadáver de un hombre del pueblo yace junto a una estatua en el patio del hotel. Al revisar la escena del crimen, hallan en uno de sus bolsillos una amapola roja, aparentemente, guardada desde hace tiempo entre las páginas de algún libro. 

Si reparamos en símbolos, de alguna manera, la comunidad de Bosque Blanco, simboliza el “pueblo chico, infierno grande” que Nebra irá descubriendo a partir de sus investigaciones. 

La comunidad que habita el pueblo se pregunta ¿quién es el asesino?; ¿cuál es el motivo de la muerte? El sacerdote del pueblo dice: “que los muertos entierren a los muertos” Y esto se pone aún mejor, porque en un momento dado, en un tocadiscos suena La cabalgata de las valkirias de Wagner. Esa obra maestra, cuya indicación de tempo es “tormentoso”, conduce a Nebra, en cierto punto a entender el por qué de los asesinatos.

La Patagonia es testigo y cómplice. El silbido del viento y las cenizas parecen borrar las palabras de las confesiones a medias y esconder las huellas que Nebra quiere encontrar.

Con su tempo tormentoso, La cabalgata de las valkirias no solo acompaña el clima áspero del relato, sino que guía a Nebra –y al lector– hacia un final que es tanto un hallazgo como una reflexión sobre la muerte, la culpa y los secretos de cualquier pueblo.